La muerte de un temporero en Murcia: jornadas de 11 horas a más de 40 grados y sin agua
El fallecimiento de Eleazar Blandón, un jornalero abandonado en un centro de salud de Murcia, rompe a una familia y expone la vulnerabilidad de los migrantes en el campo
Eleazar Benjamín Blandón Herrera murió el sábado de un golpe de calor tras ser abandonado en un centro de salud de Lorca (Murcia). Lo llevaron en una furgoneta, lo dejaron en la puerta y se marcharon. En la plantación de sandías donde trabajaba se superaron ese día los 44 grados y a Blandón, en pie desde las cinco de la mañana, no le daban ni agua para refrescarse.
No lo auxiliaron cuando comenzó a sentirse mal, tampoco llamaron a una ambulancia y se demoraron hasta para dejarlo tirado en el ambulatorio, cuenta su familia tras escuchar a algunos de sus conocidos. Su hermana Ana recuerda desolada al teléfono la frustración de un hombre que no podía permitirse dejar de trabajar, aun en las condiciones más duras. “Un día me llamó llorando: ‘Aquí a uno le humillan’, me dijo.
‘Me llaman burro, me gritan, me dicen que soy lento. Te tiran el polvo en la cara cuando estás agachado. No estoy acostumbrado a que me traten así’. Él y sus compañeros lloraban como chiquitos de impotencia cuando volvían del campo”, cuenta.
Blandón, de 42 años, llegó a Bilbao en octubre del año pasado dejando en Nicaragua a su esposa embarazada de tres meses y cuatro hijos. Su mujer, Karen, apenas puede articular palabra, tampoco escribir mensajes. No se lo cree. “Mi bebé no conoció a su papá”, escribe desde Jinotega, el municipio en el que vivían. “Solo quiero que me hable y me diga que está bien”.
La familia está espantada ante la versión de los hechos que han ido recopilando gracias a los testimonios de personas cercanas a Blandón. Según Ana, cuando su hermano se desmayó en pleno campo la furgoneta con la que los habían llevado a la explotación de sandías no estaba y tuvieron que esperar. Nadie llamó a una ambulancia. “Cuando llegó la furgoneta alguien dijo [no sabe especificar quién] que había que esperar a que terminasen todos de trabajar para aprovechar el viaje. Los subieron, dejaron a cada uno de los trabajadores y, por último, lo dejaron a él. Lo tiraron en el centro de salud, ya desmayado”, relata. “Su futuro, lleno de ilusiones, sueños, esperanzas para sus hijos, su esposa y su madre, se vio truncado por personas que no tienen ningún tipo de aprecio, valor y estima por las personas más necesitadas”, escribe su hermana Karla desde Nicaragua.
El día antes de morir, Luli Zenteno, la casera de Blandon lo vio limpiando en el fregadero una botella de aceite. “¿Pero qué haces? ¡Así solo gastas jabón!”, le dijo sin entender qué hacía. Blandon había sufrido otro golpe de calor el jueves, tuvo mucha dificultad para respirar y se desmayó, según han contado a EL PAÍS sus familiares y conocidos. Sin dinero siquiera para comprarse una botella de agua, decidió reciclar la que había en la cocina para llevársela al día siguiente a trabajar. “Le di una botella mía para que la metiese en el congelador.
Creo que el día que murió fue el único día que pudo llevarse agua”, cuenta la casera con rabia. “Era una bellísima persona, cocinaba para mí y sus compañeros para compensar la ayuda que le dábamos porque no tenía ni para comer”, solloza la mujer. “Los tratan como a perros”, exclama a continuación entre improperios.
Una de sus compañeras de tajo y compatriota, que no quiere que se publique su nombre por miedo a perder su empleo, cuenta las condiciones en las que trabajan en los campos murcianos. “Él me contaba que donde trabajan cortando sandía a veces les tenían desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde y lo único que ganaban eran 30 euros. Dependía de los camiones que llenasen”, relata. “Cuando trabajamos juntos cortando melón teníamos media hora para comer a las diez de la mañana y otra hora de descanso de dos a tres de la tarde, pero ese tiempo no lo cobrábamos.
Ganábamos unos cinco euros la hora, pero nos descontaban seis euros del transporte de la furgoneta. El transporte siempre lo cobran”, asegura. “Eleazar lo pasaba mal porque tenía un problema de espalda y me contaba que donde las sandías le obligaban a trabajar agachado, no le dejaban arrodillarse. Tenían que ser rápidos”.
Blandón no tenía papeles. Buscaba en España una vida mejor para su familia, pero emigró para salvar la suya y la de sus hijos. Se había involucrado en las manifestaciones contra el régimen de Daniel Ortega y comenzó a recibir amenazas: “Contrólate o pagarás con tus hijos”. Pidió ayuda a su hermana Ana, que vivía en Almería, y tomó un vuelo a Bilbao. Allí pidió asilo, pero, con el sistema saturado, no le convocaron para formalizar su solicitud hasta meses después. Y llegó la pandemia y todo se paró. Los solicitantes de asilo tienen residencia legal en España hasta que se resuelva su caso y pueden trabajar a los seis meses, pero Blandón, sin poder formalizar su petición, se había quedado en un limbo: no podían expulsarle, pero no podía emplearse de forma legal. Se mudó a Almería con su hermana y trabajó clandestinamente repartiendo agua y, aunque lo intentó, no consiguió una cita para poner en orden sus documentos. No le quedó más remedio que someterse al trabajo precario y se mudó a Murcia donde le dijeron que podría ganar algo de dinero y hasta regularizarse.
Investigación abierta
La Guardia Civil detuvo el mismo sábado por la noche a un hombre ecuatoriano de 50 años, acusado de un delito contra los derechos de los trabajadores. Él, que según fuentes de la investigación tiene una empresa de trabajo temporal, fue quien le ofreció el empleo, pero no era el dueño de la finca. “Ese señor es solo un eslabón más de la cadena. La responsabilidad no acaba en él y hay que buscarla tanto en los manijeros, que estaban ese día con él, como en el dueño de la explotación. Esa muerte podría haberse evitado”, mantiene Glenda García, colaboradora de la Asociación Nicaraguita, que está estudiando presentarse como acusación particular. “La investigación sigue abierta”, afirma un portavoz de la Guardia Civil.
El detenido, que ha quedado en libertad con cargos, no tiene buena fama entre sus empleados, muchos de los cuales tienen miedo a hablar. “Siempre nos daba los peores trabajos, los más duros. Allí además nunca hay sombra. Estás en el puro campo pelado.
Nunca entendí el trato que nos daba”, cuenta un nicaragüense que trabajó para él. “Un día de mucho calor necesitaba agua y me dijo: ‘Por mí muérete, ni familia mía eres’. Yo lo tomaba como broma. ¿Quién va a querer que se le muera un ser humano?”, cuestiona.
Las hermanas batallan ahora por repatriar el cuerpo de Blandón y enterrarlo en su pueblo, pero no tienen los casi 5.000 euros que puede costar la operación. Su número de cuenta vuela ahora por los grupos de WhatsApp y Facebook de nicaragüenses que se están movilizando para alentar a los parientes.
La muerte de este hombre trabajador, carismático, al que le gustaba bailar ha revuelto las memorias de una familia que, como tantas en Centroamérica, entregan su destino a la emigración. Aún lloraban la muerte del padre de Blandón cuando recibieron la noticia.
El patriarca se marchó a Texas y falleció hace tres años en idénticas circunstancias mientras trabajaba en la construcción. El último mensaje que tienen de él, decía: “Se me derrite hasta la suela de los zapatos”.
Fuente El País
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