El arte de no hacer que las cosas sucedan
¿Por qué la gente no hace lo que tiene que hacer? ¿Por qué no hacen lo que saben que deben hacer y que pueden hacer? ¿Por qué una persona con capacidad y conocimientos escoge no hacer aún en detrimento de su propio desarrollo?
Existen respuestas de todo tipo a la pregunta de por qué las cosas no suceden, que podríamos reducir a aquella vieja visión de Douglas McGregor sobre las posturas de los directivos ante el trabajo humano, las cuales denominó “teoría X” y “teoría Y”. La primera presupone que “así es la naturaleza humana” y la segunda, que “les falta motivación”.
Procrastinación y pereza: esas terribles consciencias
Descartando los factores de conocimiento y capacidad, es decir, si la persona puede y sabe entonces lo único que queda preguntarnos es: ¿por qué no quiere? Existen fundamentalmente dos respuestas para ello: las personas no quieren aquello porque no lo consideran valioso para ellas en ese momento, o de manera contraria, porque no se consideran suficientemente valiosas para buscarlo o merecerlo. Esto habla de dos maneras de no hacer las cosas: por pereza y por procrastinación. Comportamientos similares con orígenes similares: una baja autoestima y, sin embargo, radicalmente diferentes en el proceso que les da lugar.
La pereza tiene que ver con la negativa a enfrentar tareas que se perciben como arduas, difíciles, pesadas. El perezoso huye del esfuerzo, pero no de las entregas o de los plazos. Cumple en tiempo, entrega su reporte, investigación, presupuesto, pero su cumplimiento va al mínimo indispensable. Si le pidieron cinco, entregará cinco, pero ni uno más.
La procrastinación consiste en dejar para después lo que es preciso hacer ahora, a pesar del conocimiento claro que se tiene sobre los beneficios de realizarla y los perjuicios específicos para la persona de no hacerlo. Joseph Ferrari, autor del primer texto académico sobre el fenómeno, señala dos características fundamentales: constituye una práctica recurrente, un patrón de actuación en el sujeto, y le causa un profundo malestar a quien lo manifiesta.
A diferencia de la pereza, quien padece la procrastinación no disfruta, sino por el contrario, sufre su inacción. No entiende cabalmente por qué pareciera que siempre le pasa lo mismo: aplaza lo que debería haber hecho, no está contento con sus resultados y experimenta culpa y pesar por lo acontecido, pues suele perder oportunidades profesionales y personales de forma continua debido a ello.
El procrastinador pospone el inicio de aquella tarea o proyecto importante, no por pereza o desidia, sino amparándose en otras muchas pequeñas actividades que también deben realizarse, aunque cuya importancia no es equiparable a la primera. Saben que deben terminar el reporte para las cinco de la tarde pero, ‘hay que’ contestar los correos electrónicos y ‘hay que’ buscar ese archivo que me pidieron para mañana, y sin darse cuenta han dejado de lado lo importante por lo urgente.
Al final, confrontados con los plazos o términos de sus proyectos, entregan resultados que están por debajo del nivel esperado por ellos mismos y del que la organización sabe que podrían dar, escenario que les provoca una continua sensación de malestar. No les gusta esta situación, pero pareciera que tampoco pueden salir de ella. Quien ha padecido la procastinación conoce el duro juicio sobre sí mismo por no haber enfrentando la tarea en su momento.
Voluntad vs autosabotaje
En el perezoso existe la conciencia de que la tarea reviste un esfuerzo del cual se quiere huir, pues no se vislumbra valioso. Hay una desconexión evidente entre el logro inmediato y el de largo plazo; entregar un reporte que supere las expectativas quizá no tenga un beneficio inmediato más allá de la palmada en la espalda, sin embargo, contribuye a uno mayor: me crea reputación. Un esfuerzo al día en el deporte no devuelve salud instantánea, pero la construye con constancia. El premio siempre es mayor al final.
Empezar tareas, proyectos, trabajos y no terminarlos de manera sistemática, es una forma de sabotearnos en nuestra vida. Al adoptar comportamientos compulsivos –rituales– que me hacen perder el tiempo en lugar de ocuparme de lo que debo hacer, construyo una explicación plausible en mi mente para justificar mis fallas. Tiene menor costo emocional asumir que fallé en el cumplimiento debido a cuestiones externas, que enfrentarme al dolor potencial de realizar la tarea y fracasar en el resultado.
Como en todo proceso del comportamiento humano, el primer paso es enfrentar la realidad como es y aprender a ser consciente de mí mismo y de mis actos. Pero no basta con entenderlo intelectualmente. Hace falta comprenderlo en sus orígenes y hacerme consciente de los procesos que me llevan a él para evitarlo. La regla de oro es cambiar la forma en que percibimos la realidad para ayudarnos a transformar nuestra manera de actuar.
Por Jorge Arturo Llaguno Sañudo* / IPADE Business School
*El autor es profesor del área de Factor Humano de IPADE Business School.
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